miércoles, 17 de diciembre de 2008

El último servicio

Lentamente su vestido negro se deslizó por su cuerpo, la cremallera ajustó por completo la seda a su espalda y su piel quedó ceñida a la ropa que la envolvía en un objeto deseado y sensual. A pesar de su belleza, no fue capaz de reconocerse delante del espejo, su interior se descomponía frágil y sensiblemente, y su cuerpo escondía su lado más vulnerable. Se había prometido muchas veces antes que no lo volvería a repetir, pero la oferta era demasiada buena para rechazarla: “seis mil euros, un noche más” se insistía así misma mientras con el lápiz de ojos marcaba su último perfil.

Era la hora, las diez y media. El chófer estaría ya en la puerta, siempre puntual. Este cliente era tan misterioso como pulcro y exigente con los horarios. Era la quinta vez que reclamaba sus servicios en el último mes, algo extraño en el negocio, nadie había repetido más de tres veces. El resto de las chicas no pasaban de la tercera noche a pesar del dinero: el coche, las normas, el silencio, la casa, la oscuridad, las sombras y el miedo eran demasiada presión que soportar a pesar de la jugosa cantidad que se ofrecía.

“Laura es la última vez, es lo que necesito, hago el trabajo, cojo el dinero y cambio de vida”, en su cabeza se repetía una y otra vez mientras caminaba directamente al coche negro que le esperaba en la puerta de casa. El chófer le abrió la puerta, la invitó a entrar y repitió las palabras que siempre regalaba cuando venía a recogerla:

-. “Entre, es tarde, el señor espera impaciente, ya casi es la hora”

De camino a la casa, la oscuridad fue cerrando la noche. Era media hora de camino interminable. Una carretera hacia la casa por medio de un pequeño monte rodeado de tupidos bosques de pino macizo. Una vez pasada la ciudad, los cristales oscuros del vehículo no dejaban ningún ápice de luz. Laura evitó mirar al chofer aunque éste cada cierto tiempo miraba por su espejo sus piernas y su figura. En ese momento, ella estaba segura de que a él no le era difícil imaginar todo su cuerpo, de hecho, ella sospechaba que esos ojos habían visto más de lo que se presuponía, siempre había tenido la sensación de que en esa habitación, de que en esa casa, alguien más estaba presente durante el servicio observando.

El coche paró en seco. Ya habían llegado. Como siempre ninguna luz en la entrada ni dentro. Un caserón de principios de siglo se levantaba imponente ante sus pies, tan grandilocuente como frío y recio. Ella conocía la rutina. Subió las escaleras hasta la puerta. Estaría abierta como siempre. En la entrada sólo una vela. La casa, toda a oscuras. Cogió la vela y subió al segundo piso. Las escaleras de mármol se retorcían y el frío le crujía todos los huesos. El miedo y la excitación se adueñaban de su cuerpo, y la frágil, exigua y caprichosa llama de la vela era su única guía.

Llegó a la habitación. Se desnudó despacio. Tras desnudarse apagó la vela como las normas exigían. En ese momento, surgió una voz profunda y suave del fondo de la habitación. El cliente estaba allí, como siempre, en la oscuridad, nunca lo había visto. Laura cerró los ojos y se dejó llevar. Todo transcurrió con normalidad aunque ella sentía en esa habitación no estaban solos.

Tres horas después había acabado el servicio. El cliente la acercó a la puerta y soltó su mano. Laura cogió el sobre, como siempre, estaba allí. Con la otra mano buscó la vela, buscó y buscó, pero esta vez no la encontró.

-.¡No está la vela!, exclamó a la oscuridad.

En ese momento una mano la cogió con fuerza y la echó de la habitación. El portazo de la puerta retumbó en toda la casa con un sonido hueco. Laura aturdida empezó a llorar. No se veía nada. Cayó al suelo y llorando comenzó a andar de rodillas buscando la escalera. Sabía que había cometido un error. En la casa nadie podía hablar. Todo movimiento debía seguir el plan acordado. Pero nunca, bajo ninguna circunstancia, ninguna palabra.

Logró hallar las escaleras en la oscuridad y al intentar incorporarse notó como unos pasos subían desde la entrada. No tuvo fuerzas para levantarse y siguió andando de rodillas temblorosa y paralizada por el miedo. Los pasos se sentían cada vez más fuertes. Alguien estaba delante. Una silueta se paró delante de ella impidiéndola avanzar.

-. ¿Qué está pasando?, ¡Déjenme ir por favor! Susurró Laura entre sollozos.

Sus palabras sólo encontraron silencio. De repente, la puerta de la habitación se abrió. Otra persona se dirigía a las escaleras. Laura no paraba de rezar y llorar. Tras un segundo rodeada por las dos siluetas de hombre, las figuras desaparecieron. Laura intentó seguir bajando las escaleras. Llegó al primer piso y se puso de pie. Bajó todo lo rápido que pudo hasta la puerta. Pero estaba cerrada. Buscó una ventana pero todas estaban cerradas. Palpó las paredes pero no había ningún interruptor.

-. ¡Déjenme salir, no puedo más! Gritó a la oscuridad.

Los pasos se volvieron a escuchar. Bajaron las escaleras hacia ella. La cogieron del suelo y la arrastraron por la casa. Laura no paraba de gritar. Abrieron una puerta y la arrojaron escaleras abajo.

-. ¡En la casa no se puede hablar!, le gritaron y la puerta se cerró tras de ella.

Laura quedó aturdida. Horas más tardes despertó, y sintió que no era la única persona allí. En ese lugar, oscuro y frío como el resto de la casa.

-. ¿Quién hay aquí?, preguntó.

Una mano de mujer le acarició suavemente su pelo con cariño y entre lágrimas que salpicaban su cara le susurró lentamente: “no hables por favor, estamos condenadas a las normas de la casa: la oscuridad, el silencio y el olvido”. Laura rompió a llorar por dentro, en silencio, como las normas dictaban, como la casa exigía.

No hay comentarios:

Publicar un comentario